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Primero de noviembre de 1578: los santos colonizan Nueva España

MIE 15 NOV 2017, 12-13:30 H

Primero de noviembre de 1578: los santos colonizan Nueva España

Lugar de la actividad

Primero de noviembre de 1578: los santos colonizan Nueva España


Por María Estela Eguiarte Sakar


Las tradiciones festivas en la Ciudad de México tienen una larga historia que han convertido el espacio público en escenario teatral. La fiesta modifica por un tiempo breve el acontecer cotidiano: hace de calles y plazas el marco lúdico y simbólico de conmemoraciones civiles y religiosas. Con su celebración se dan procesos de asimilación y transformación; se adquieren símbolos que después derivan en distintos significados; se mantienen formas y se modifican contenidos. Cada festividad es una invitación a observar los pormenores de su desarrollo.

Este es el caso de la fiesta de Todos los Santos que se celebra en muchas partes del mundo católico el primero de noviembre de cada año y que en México tuvo un origen peculiar. Con motivo de la llegada a Nueva España de las reliquias de santos y objetos sacros en 1578, se estableció oficialmente esta festividad. El relato que nos ofrecen los cronistas de ese momento narra el destino de los sagrados despojos que mantiene un sabor medieval.[2]

Resulta que después de severos tropiezos a lo largo de la travesía atlántica arribó “un riquísimo tesoro de reliquias”; era el tesoro que el papa Gregorio XIII enviaba para “animar la fe recién plantada en estos reinos”. No obstante, tres años antes se había dado un primer intento de traer a América los “despojos de muchos santos”, pero el cargamento se perdió en el naufragio de la nave que los trasladaba. Uno de los jesuitas, cronista de estos acontecimientos, Francisco Javier Alegre, recordaba que “la gente de mar se apoderó de aquel rico tesoro y solo recobraron algunas pocas reliquias”. Tras una nueva solicitud de envío y en un segundo embarque llegó: una espina de la corona de Jesucristo; un pedazo de la madera de la cruz; trozos de tela de las vestimentas de la Virgen María, San José, Santa Ana, San Pedro, San Pablo y el resto de los apóstoles; vestigios de santos confesores, santos doctores, santos particulares y santos mártires.

La crónica del padre Alegre relata que la fiesta de conmemoración de la llegada de las reliquias incluyó: misas, indulgencias y procesiones; el levantamiento de altares, arcos florales, representaciones teatrales, sermones y certámenes literarios.

Alegre narra que, en aquella ocasión, el ayuntamiento publicó un cartel literario con siete certámenes, señalando premios y jueces:

Este cartel, con noble acompañamiento de los diputados y algunos caballeros de muchos colegiales de los seminarios, y otros de los más principales de nuestros estudios con ricos vestidos y jaeces [adornos en las crines de los caballos] al son de trompetas y clarines, se paseó por las calles. Llegando la vistosa caravana a las casas del cabildo, un heraldo lo leyó en alta voz desde el balcón, y allí mismo, en un dosel de damasco carmesí con franjas de oro estuvo puesto algunos días. Se dispusieron diez y nueve relicarios, cuyo adorno fue de cuenta de las más nobles señoras, que con una piadosa porfía procuraron excederse unas a otras, no menos en la disposición y simetría, que en el número y preciosidad de joyas.

La procesión de los restos de los santos hombres, de objetos y lugares fundamentales para la Iglesia inició en el Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo y posteriormente fueron trasladados a la Catedral.

El virrey llamó a los caciques indios de las diferentes comarcas para que participaran con sus respectivas insignias y música. De acuerdo con la crónica, los caciques llevaron consigo a “los altos patronos de sus pueblos, y tuvieron a su cargo asear las calles y alfombrarlas de yerbas y flores que aún por noviembre no faltan en América”.

Se levantaron cinco arcos triunfales dispuestos en las calles que siguieron la ruta de la procesión. Cada uno fue dedicado a un santo diferente:  a San Hipólito, patrón de la ciudad; a San Juan Bautista; a San Pedro y San Pablo; a los santos Doctores de la Iglesia y, a la Sagrada Espina y Cruz del Redentor. Hasta el momento no se han encontrado descripciones de las pinturas que vistieron dichos arcos; tampoco conocemos su composición ni sus programas narrativos. Sin embargo, el gusto emblemático –símbolos que acompañan a cada santo–, gráfico y literario que tan de moda estaba ya a finales del siglo XVI, puede darnos una idea aproximada de su composición formal.

Entre un arco y otro se colocaron altares dedicados a otros santos. Música de flautas, chirimías y tamborcillos acompañaron los cantos de la procesión que llevó las reliquias cubiertas, desde el mencionado colegio a la Catedral. Se llevó a escena la obra de teatro Tragedia intitulada el Triunfo de Todos los santos, en la que se representa la persecución de Diocleciano a los cristianos durante el Imperio romano (304 d.C.) y, la tolerancia y prosperidad que siguió con el imperio de Constantino (306 d.C.).

Con el relato de Alegre podemos imaginar la compleja maquinaria que dio movimiento a esta fiesta que representaba: el establecimiento de la Iglesia y la vigencia del poder intercesor de los santos a través de la veneración de sus despojos, que marcó un momento fundacional.

Al pasar la procesión, con varios artificios se desprendían de arriba innumerables flores. Se abrían pomos de aguas olorosas, se soltaban pájaros y brotaban entre la yerba mil juegos de agua diferentes. A los lados de la bóveda (realizada en una estructura que permitía entretejer flores y yerbas olorosas), se leían muchas tarjetas con pinturas y poesías al martirio de san Juan Bautista, a quien estaba el arco dedicado. En medio de la cuadra estaba un altar magnífico, y se entraba luego en otro arco o bóveda, semejante a la primera, que los caciques de Chalco y otras provincias habían adorado a competencia.

La referencia a las pinturas y esculturas de los arcos remite a la producción de imágenes, resultado de la labor de los gremios que se basaban en la representación visual de los modelos europeos. Los adornos de calles corrieron a cargo de los indígenas, quienes elaboraron cincuenta arcos que llevaban flores y yerbas olorosas, “adornados con flámulas [banderas de forma triangular] con varios colores, y de trecho en trecho, algunos árboles con sus respectivas frutas, unas naturales y otras fingidas o de cera o de alcorza y muchos pajarillos que, atados con hilos largos, volaban con alegre inquietud entre las ramas”.

Todo parece indicar que participaron de esta conmemoración todos los sectores de una sociedad plenamente virreinal y en vías de cristianización; europeos y americanos, españoles e indios, desempeñaron papeles específicos, diferenciados, pero agrupados en ese colectivo social característico del reino novohispano. Aunque la descripción tardía del padre Alegre pueda ser poco exacta  –siglo XVIII– sugiere que la participación india estaba más alejada del momento de la conquista que de las costumbres barrocas.

La llegada de las reliquias representaría en Nueva España el triunfo del cristianismo que se imponía en una sociedad que ajustaba sus creencias a esta nueva forma de religiosidad. La grandilocuencia de la fiesta, los múltiples arcos saturados de pinturas y versos, el adorno de las casas y templos, los cantos en las iglesias y las representaciones teatrales hablaban del éxito de los santos católicos sobre los dioses de la gentilidad indígena. No es de extrañar que se ofrecieran misas y sermones dedicados a los santos. El patio del Máximo Colegio de San Pedro y San Pablo se adornó en aquella ocasión “con guirnaldas y festones que alternaban con carteles y tarjas que contenían versos latinos, castellanos e italianos o toscanos […] que acompañaban pinturas alegóricas de los santos y las reliquias.”

Curiosamente en 1893, durante el porfiriato, el espacio público de la plaza del Zócalo que otrora fuera el del festejo popular de Todos los Santos se transformó para dar paso a la Fiesta del Comercio, en la que carros alegóricos circulaban alrededor de la plaza. Sin embargo, la secularización de las fiestas y costumbres, así como el impulso a una economía liberal, no fueron suficientes para que la Fiesta del Comercio permaneciera. Su éxito fue pasajero: al doblar el siglo XX se diluyó junto con el gobierno que la promovía.

Al parecer, la fiesta del primero de noviembre no repitió el boato originario, pero durante cuatro centurias las misas en homenaje a los padres, mártires y héroes cristianos han recordado, año tras año, los motivos de tal fecha. Paralelamente, la creencia popular ha transferido los santos a los niños muertos, atando su idea festiva a la conmemoración de los Fieles Difuntos del dos de noviembre. No es posible saber exactamente cómo ni cuándo ocurrió esa transformación, pero dos siglos más tarde del solemne oficio de Todos los Santos, las flores, yerbas olorosas y frutas adornarían catafalcos barrocos en espacios públicos y ofrendas mortuorias domésticas. Los monumentos efímeros en la ciudad            –sobre todo en templos y panteones– han cambiado con el tiempo con los altares domésticos y las comidas familiares, sin embargo, guardan el sentido festivo de 1578 que sigue celebrándose los dos primeros días de noviembre.



[1] Basado en Ma. Estela Eguiarte Sakar, “Las imágenes plásticas en la cultura festiva. De la fiesta de Todos los Santos a la fiesta del Comercio: 1578-1893, en Historias 32, Revista de la DEH-INAH, México, 1994.

[2] La mayor parte de las citas de este texto recuperan la crónica del padre jesuita Francisco Javier Alegre, Historia de la Compañía de Jesús en Nueva (iniciada en 1764), publicada en España, 3 vols., Carlos Ma. Bustamante (ed.), México, J.M. Lara. 1841-1842. 

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